domingo, 15 de julio de 2007

La buhardilla


He oído que los occidentales entienden el tiempo de manera lineal, donde todo tiene un comienzo y un fin, y los orientales tienden a verlo como cíclico, en que el fin de un proceso es la vuelta a empezar de la misma historia con elementos diferentes. En mi caso quizás se pueda aplicar el segundo modelo.
Hace muchos años empecé, después de algunas andanzas por otros estudios, una carrera en serio y me fui a vivir en una buhardilla –más bien un ático en una azotea grande- que constituyo mi primera vivienda para mi solo. Con mucha ilusión y sin un duro, la amueblé con lo que pillaba y logré dejarla medio a mi gusto, con cierto aire oriental. Resultó práctica y acogedora, aunque en verano hacía un calor horroroso bajo su techo de uralita.
La buhardilla fue la materialización de mi independencia, el despegue de la casa paterna, nunca del todo, y el inicio de una nueva etapa en que entre mis circunstancias y yo fuimos modelando un proyecto de vida. Allí compartí momentos inolvidables con mis vecinos, unos estudiantes medio hippies de los que aprendí a oír música, un poco de biología, algo de investigación científica, y bastante de la vida en general. Allí nos reuníamos los compañeros cercanos a estudiar, a divertirnos algo, a saltarnos algunas normas, lo normal, y, lo más importante, fue el inicio de mi largo proceso amoroso. Allí aprendí a amar por encima de las barreras, poquito a poco, desde el principio, de una forma que creía indestructible porque era un sentimiento fraguado contra múltiples y constantes embates.


La vida ha dado una vuelta completa y ahora parezco estar de nuevo en aquella buhardilla -en este caso un pisito viejo y bajo reconvertido en local- con la ilusión mermada por el motivo del cambio, aunque con el mismo recorte presupuestario. Inevitablemente, queda parte de aquel espíritu de aventura ante esta situación: tener que organizar la casa, mantenerla, saber sacarle provecho, hacer respetar el espacio cuando busques soledad o concentración, compartirlo cuando precises compañía, cederlo cuando tus allegados lo necesiten, etc. Ir transformando uno metros cuadrados de un piso semiruinoso en un espacio con el que uno se identifique requiere tiempo, algunos recursos e imaginación. Ahora ando escaso de todo eso, así que no voy, no puedo, a complicarme la vida y a corto plazo, más que un hogar como el que ya no tengo, aspiro a un sitio donde pasar parte del día y parte de la noche. Lo que hasta ayer fue lugar de trabajo, se va a convertir sin más en un punto donde cobijarse, donde encerrarse y a veces del que huir.
¿Cuánto queda de la ilusión y de la fuerza con la que retiré el papel pintado de las paredes de aquella buhardilla, les di el primer brochazo de pintura o ubiqué el primer camastro? ¿Con que ánimo busco ahora la mejor forma de aprovechar los habitáculos o la manera de abaratar el mobiliario? Hay momentos, en estos días vivo uno de ellos, en que me parece tan imposible recrear un nuevo hogar como mentira haberlo perdido. Esta tarea la habíamos hecho siempre entre dos, donde yo era el encargado de buscar los medios y la compañerita de mi vida de elaborarlos. Hoy me tocaría hacer las dos cosas a mi solo y no me siento con energías ni para lo uno ni para lo otro. En cualquier caso, no ando con intenciones de compartir nada, que el mayor daño que te inflingen estas historias es la profunda desconfianza que te inspira la mitad del género humano.
No era función de estos textos lamentarse, así que, como está saliendo blandengue y arrugado, vamos a dejarlo. Será mejor que me embauque a mi mismo, cosa que según alguien me dice hago yo con los demás -no me había dado cuenta-, y me convenza de que dentro de veinte años todo esto me parecerá una anécdota. Puede que para entonces la vida entera se vea como eso, como una sucesión de anécdotas.

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