sábado, 30 de junio de 2007

Pedaleando por la ciudad


Al atardecer el tiempo refresca y la paulatina suavidad de la luz da un tono amable al paisaje urbano que nos contiene. La siesta me ha recuperado de la inusual velada de anoche, que terminó casi a la salida del sol. Llamo a algunos teléfonos que me devuelven la señal indiferentes y decido salir en bicicleta hacia la gran manzana medieval de la ciudad, obligándome a cargar con la cámara. Un pedaleo ligero me lleva hasta los límites nobles, donde la última remodelación da un aire cosmopolita peculiar, más decimonónico que futurista, a la entrada al centro. Sorteando a peatones y al carril del nuevo tranvía, arribo primero a la zona de bares cercana a la catedral, donde el señoritío acude ya al sabor de la cervecita y a ver y dejarse ver, que sustituye ahora al deambular por los paseos de antaño. Ese entretenimiento peripatético permiten las obras recién terminadas que invitan al paseante a recorrerlas con el ritmo lento de quien busca entre los que se cruzan a alguien con quien caminar a su lado, cogidos del talle.
Husmeo apenas entre los que sostienen los vasos con las manos y las mesas con los codos, mientras entrecruzo miradas de curiosidad disimulada, y enfilo de nuevo la avenida hasta que un aire gaditano, oculto por una casi muchedumbre en corro, me detiene. Una decena de jóvenes –no se si es chirigota, comparsa o que- cantan temas populares del carnaval de Cádiz. Su inconfundible tipo –personaje que adoptan los carnavaleros- es el de jorobado, aunque hoy no van disfrazados de tal. El guitarrista hace sonar su instrumento con la energía de cuatro. Las letras, críticas y simpáticas, provocan las risas de un público sorprendido y más generoso en el aplauso que en la dádiva monetaria. La dispersa lluvia de monedas apenas cubre el fondo de la caja de la guitarra depositada al alcance de todas las manos y de todos los bolsillos. Mi pertinaz timidez me imposibilita contribuir porque ni me atrevo a pedir a nadie a que lleve mi euro hasta la funda ni a que me sostenga la bicicleta mientras lo hago yo. Otra vez será.
Sigo la ruta que va hasta el antiguo muelle junto al río, donde se asientan dos filas provisionales de tenderetes intercaladas por un escenario al aire libre. La música latina marca los movimientos de los que enseñan aquellos bailes sensualmente cálidos, atrayendo la mirada de un denso número de espectadores que apenas se atreve a seguir las rítmicas convulsiones.
A pie y con la bici al lado a modo de novia sumisa, recorro la hilera de puestos que ofrecen artesanía autóctona –o globalizada- y comida étnica. Me detengo ante los productos indios (de la India, no de Norteamérica) y pruebo una fritanga de verduras que no puedo terminar y un zumo de mango y yogurt que apuro al máximo. Me resisto a beber la coronita que se me insinúa desde esta embajada mexicana de fortuna. Mi barriga cervecera, aún claramente definida, me recuerda que cualquier bebida con gas me mete un globo entre los hígados.
Vuelvo a recorrer las calles solitarias hasta encontrar otra isla de animación, hoy menos concurrida, en la que ni me bajo de la bicicleta. Sigo por el trazado adoquinado y azaroso del casco antiguo, rodeando plazas llenas de veladores llenos de gente, y, tras un par de intentos, entro en el más antiguo establecimiento progre de esta ciudad provinciana, donde alternan ahora lo pijos con los turistas atraídos por un cuadro flamenco justito de fuerzas.
De vuelta, hago una rápida visita familiar, obligada y deseada, donde creo superar decentemente un casi incidente propio del tema que nos ocupa.
Termino en mi sucedáneo de hogar, y el tecleo de un correo me permite dormir más satisfecho. Ya voy por cuatro, a veces cinco horas seguidas. De seguir así, volveré a las siete u ocho que me regalaba antes de los últimos tiempos, tiempos de paso más doloroso que ilusionante en que se deja de ser una cosa para terminar siendo otra, o para volver a ser uno mismo y recuperar parte de lo que ha perdido, no se sabe bien aún a cambio de qué. Cuando me planteo esta duda, pienso en mis hijos y me quedo muy satisfecho. A merecido la pena y solo por eso hay que perdonar todo lo que haya que perdonar, y ser perdonado también.

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